Cuando la vida apenas comenzaba en la tierra de los mayas, el pájaro dziú tenía plumas de varios colores, y sus ojos castaños hacían juego con su plumaje.
En la primavera, construía su nido, empollaba sus hijuelos y los criaba, como es costumbre entre todas las aves.
Así fue, hasta que -un día-, yuum chaac, el dios de las aguas, quien también lo es de la agricultura, observó que el fructífero suelo iba perdiendo su fertilidad.
Yuum chaac, después de meditar, convocó a todos los pájaros, y les explicó que, como último recurso, sólo les quedaba quemar las milpas, con el objetivo de que las cenizas fertilizaran la tierra. La primera chispa la proporcionaría kak, el dios del fuego; pero antes, debían recoger las diferentes clases de semillas para la siembra del año venidero.
A la mañana siguiente, dziú -siempre el primero ante el deber- llegó muy temprano al lugar designado. Trabajó muy diligentemente, reunió más semillas que ningún otro pájaro, y luego, con el permiso de yuum chaac, se retiró a descansar bajo la sombra de un arbusto. Tan pronto los otros pájaros notaron su ausencia, comenzaron a perder el entusiasmo.
Entonces, yuum chaac, al darse cuenta de que el fuego iba avanzando rápidamente hacia el sembradío de maíz, y que los trabajadores no habían conseguido llegar a él, pidió auxilio.
Dziú alcanzó a escuchar el último de sus tres llamados, y salió de manera precipitada del lugar donde reposa. Tenía ante sí un cuadro aterrador. Su elección estaba clara. Voló a la copa de un árbol, desde arriba estudió la situación, y -cerrando los ojos-, se arrojó sobre el fuego que lo consumía todo.
Una vez reunidas las semillas suficientes para reponer las milpas destruidas, cayó al suelo exhausto, con los ojos inflamados, las plumas completamente quemadas y el cuerpo cubierto de ampollas. Inmediatamente, los pájaros corrieron hacia él para prodigarle sus cuidados.
Se había salvado la semilla del maíz, tras una hazaña tal, que -como gesto de gratitud- los pájaros de la tierra del mayab, se ofrecieron para empollar y criar a todos los descendientes de dziú, el cuco.
Y con el propósito de que los pájaros no olvidasen su promesa, yuum chaac decretó que los ojos de dziú se mantuvieran siempre enrojecidos, y que los extremos de sus alas tuvieran -en lo adelante- el color de las cenizas.
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